miércoles, 23 de abril de 2014

Atalayas de la ignorancia


Esta historia podría titularse "El curioso caso de la mujer que dejó de tener miedo y empezó a reírse por dentro", pero como es muy largo ya se me ocurrirá algo al final... ¿De qué dejé de tener miedo?, ¿y por qué empecé a reírme por dentro? Seguro que cuando se lo cuente, ustedes también empiezan a reírse, pero tienen permiso para hacerlo a mandíbula batiente, no se corten.

Dejé de tener miedo de las personas con discapacidad. Sí, ese miedo atroz a lo desconocido, yo también pensaba que tener un retraso mental era una lacra, un castigo, una condena... Me daban pena esas personas, sus familias, su entorno... ¡oh, cruel destino! Pero igual que el miedo a la oscuridad se cura enfrentándote a ella, resultó que yo me curé de mi supina  ignorancia conviviendo con ello. Una persona con discapacidad no es un satélite que pulula por nuestras vidas, es la vida en sí misma, mostrando cuan diversos y variados somos, nos enseñan a pararnos, a reflexionar, a tomar las cosas con perspectivas, a explicar una y mil veces el sentido de la vida, la sensación de estar aquí para algo más que para conjuntar a nuestros hijos en las fiestas  de guardar... Y de eso mismo empecé a reírme. No quiero ser hipócrita, yo también visto a mis hijos conjuntadamente cuando puedo, no hay nada malo en ello... o eso creo, porque corro serio riesgo de que mi amiga Yolanda no vuelva a dirigirme la palabra tras esta reflexión.

Pero empecé a reírme de quien en su intento por ser condescendiente conmigo aún cataloga a los niños entre "los que son como el tuyo" y los normales. Los que son como el mío son esos que deben suscitar la pena del prójimo y servir de acicate para la felicidad ajena -qué-suerte-tengo-que-no-me-ha-tocado-a-mí-, pero es que encima dentro de los que deben dar pena también hay categorías: los que asustan a los niños que son normales, sensibles e impresionables (como si el resto de personas hubiéramos sido modelados en una hormigonera en lugar de en un útero) porque sabe Dios qué tipo de deformidades y/o locuras sustentan, y los que pasan desapercibidos -que-si-tú-no-lo-dices-ni-se-le-nota-, y por ende tolerables.

Qué risa me da eso, de verdad. Sé que hay padres que me critican porque esas cosas me resbalen, que debería dolerme. Pero no puedo, en serio, soy incapaz de darle importancia a la gilipollez humana, o a la falta de sentido común, que creo que al final significan lo mismo. Hay quien con la boca grande te alaba por tu lucha diaria y con la pequeña o por la espalda considera mejor que cada "especie" esté en su corral, no sea que impresionemos el corazoncito de algún tierno retoño perfecto y normal. No sea que le mostremos al mundo que muchas más veces de las que pensamos la vida nos pone a cada uno en nuestro sitio, hasta a los que estamos seguros en nuestras atalayas de la ignorancia (esto sí parece un buen título).

Pero más gracia me hace aún que me expliquen que nuestro encuentro fortuito en alguna terapia no implica la falta de inteligencia de sus hijos, ellos están allí para corregir tal o cual cosa, pero ¡ojo! su hijo es muy inteligente, ¿qué digo?, super inteligente... Si por cada  "tú ya sabes lo que quiero decir" me dieran un título nobiliario, hace años que habría arrancado a Doña Cayetana de Alba su record. ¿Acaso no es motivo de risa? Si es que lo que me dan ganas de decir es que por muy raro, rarísimo, que les parezca, a mí que sus hijos lean en tres idiomas, saquen sobresalientes a punta pala y hagan nudos correderos con las nalgas, es algo que me importa poco, tirando a nada.

Yo no me siento mal por lo bueno de los demás, al contrario... me dan pena que no vean más allá aprovechando esas atalayas en las que están instalados. Y risa, también me da mucha risa.

sábado, 5 de abril de 2014

Sola

El otro día caí en la cuenta de algo. Espontáneamente vino a mí aquella olvidada tendencia a sentirme sola que a veces me dejaba un poco desconectada del resto del mundo. Un poco aislada, pero no por gusto. Me sentía irremediablemente sola, a pesar de mi parte racional que me decía que no era posible, siendo como he sido una persona tan querida, tan amada, tan feliz.

La cuestión es que no yo no lo podía evitar, incluso cuando más llena de gente estaba mi vida, incluso cuando más divertida era... Incluso entonces, me sentaba en un rinconcito y pensaba en lo sola que estaba.

No sé si llamar a aquella sensación melancolía, tristeza, soledad o apatía. No sé si en realidad obedecía a una máxima más fuerte que yo misma, y que un día una amiga me puso delante de mí "María José, las personas como tú y como yo nunca seremos felices". Me dolió escuchar aquello, porque yo sabía y sentía que podía y debía ser feliz que la vida me ha sonreído siempre, tan bien llegada al mundo en un momento propicio de la historia, en la parte buena del mundo, con una buenos padres que me dieron todo lo que se puede necesitar... Y luego la vida me siguió sonriendo conociendo al hombre más bueno del mundo con 17 años, que se quedó conmigo y ahí sigue en lo bueno y en lo menos bueno. A pesar de eso, o quizás por eso, yo me aislaba y pensaba en lo sola que estaba.

 Y pensando me di cuenta de que hace tiempo que no he vuelto a sentir ese vacío. Analicé desde cuando es eso y no puedo recordar haberme sentido así desde que soy madre. Al principio no tenía tiempo de sentirme sola, porque Salva llenaba mi vida cada segundo del día, creo que ni me miraba al espejo a tenor de algunas fotos de aquella época... Luego llegó Eloy, lo que implicaba menos tiempo aún para pensar. Y luego llegaron el miedo, el auténtico pavor. La certeza, el dolor, la pena, la rabia, el duelo... la fuerza, la lucha, la constancia, el tesón... las terapias, las extraescolares, los deberes, las esperas en el coche, en las salas de espera, en las gradas de cualquier sitio de entrenamiento de lo que fuera, esperando mientras alguien termina de hacer algo...

Me arrolló la vida y me enseñó que sentirse sola no es una opción cuando un parpadeo a destiempo puede provocar un tsunami en tu cuarto de baño... La melancolía crónica la curan los hijos, y a fuerza de sangrar dolores inexistentes, de llorar miles de penas concentradas, de querer hasta que te duela el pecho, aprendí que sí que se puede ser feliz. Que yo puedo ser feliz. Y lo soy, sintiendo solo un poco llevarle la contraria a aquella vieja amiga. Soy feliz desde que hace 12 años y 27 días dejé de sentirme sola.