Si la felicidad tuviera medida y esta medida fuesen objetos de diferente proporción, podríamos decir que ayer tu felicidad era como una tuneladora de grande... También podría decir que era como una ballena azul, una montaña o un rascacielos, pero siendo acordes a la temática, la mejor elección es decir que definitivamente tu felicidad era del tamaño de una tuneladora.
Paciente, cada día, dejas una o dos herramientas en el coche, o las metes en mi bolso con la firme promesa de que las tendrás en tus manos nada más traspasar la puerta del colegio, camino a casa. Cada mañana, las seleccionas cuidadosamente, te aferras a ellas y luego les dices adiós (literalmente) porque sabes que no puedes entrar con ellas al colegio. Es una de tantas normas que has aprendido sin comprender, y que ejecutas de forma mecánica, casi robótico.
Intento recordar en qué momento apareció en tu vida esa pasión por las herramientas, porque siendo bien pequeñito lo tuyo eran los cacharros de cocina... la cuestión es que un día empezaste a querer saber cómo y para qué se usaba un martillo, un destornillador, un nivel, un sargento, un metro, un taladro (o wiuuun como le llamaba Eloy, tan chiquitín que tampoco sabía darle un nombre), una sierra... y así sucesivamente, enriqueciendo tu vocabulario y copando nuestros cajones y estanterías de tal variedad de instrumental, cajas de herramientas y maquinaria pesada, que sería el sueño de un bricomaníaco imberbe.
Ayer por primera y única vez el carnaval te brindó la oportunidad de llevar al cole lo que más quieres, y dejarte ser lo que siempre has querido ser: un mecánico, un electricista, un fontanero, un carpintero... cualquier profesión que te lleve a utilizar herramientas, esas que atesoras como quien ve en ellas el verdadero sentido de la felicidad.
¡Ay, la felicidad!, si pudiera medirse según el tamaño de las cosas, la mía ayer era del tamaño de tus ojos...
Paciente, cada día, dejas una o dos herramientas en el coche, o las metes en mi bolso con la firme promesa de que las tendrás en tus manos nada más traspasar la puerta del colegio, camino a casa. Cada mañana, las seleccionas cuidadosamente, te aferras a ellas y luego les dices adiós (literalmente) porque sabes que no puedes entrar con ellas al colegio. Es una de tantas normas que has aprendido sin comprender, y que ejecutas de forma mecánica, casi robótico.
Intento recordar en qué momento apareció en tu vida esa pasión por las herramientas, porque siendo bien pequeñito lo tuyo eran los cacharros de cocina... la cuestión es que un día empezaste a querer saber cómo y para qué se usaba un martillo, un destornillador, un nivel, un sargento, un metro, un taladro (o wiuuun como le llamaba Eloy, tan chiquitín que tampoco sabía darle un nombre), una sierra... y así sucesivamente, enriqueciendo tu vocabulario y copando nuestros cajones y estanterías de tal variedad de instrumental, cajas de herramientas y maquinaria pesada, que sería el sueño de un bricomaníaco imberbe.
Ayer por primera y única vez el carnaval te brindó la oportunidad de llevar al cole lo que más quieres, y dejarte ser lo que siempre has querido ser: un mecánico, un electricista, un fontanero, un carpintero... cualquier profesión que te lleve a utilizar herramientas, esas que atesoras como quien ve en ellas el verdadero sentido de la felicidad.
¡Ay, la felicidad!, si pudiera medirse según el tamaño de las cosas, la mía ayer era del tamaño de tus ojos...