domingo, 28 de agosto de 2011

Todavía no estoy preparada para las conversaciones secretas

El insomnio hace que me siente aquí a escribir de madrugada, para ver si hilvanando letras encuentro el pensamiento justo. Uno que me sosiegue, o me calme. Lo mismo me da. Desnudarse y limpiarse por dentro siempre deja un halo de calma, aunque previamente suban hasta mis sienes palpitando gritos que se ahogan... si les dejo salir despertarían hasta las ánimas benditas... Dios me libre.

¿Qué hago yo creyendo en lo improbable en un mundo que solo me ha dado certezas que escuecen?, ¿qué hago yo aquí hoy mascando palabras pequeñas? Pequeñas porque las dicen niños pequeños, pequeñas no por el contenido sino por el contingente.

Y me doy cuenta de que he hecho un cursillo a largo plazo en la escuela de las respuestas para adultos, también tengo un master en autopsicología barata... los dos títulos cuelgan en sendas alcayatas oxidadas entre el esternón y las costillas. Pero no tengo ni puñetera idea de cómo se usa la cota de malla que impida entrar las conversaciones secretas... esas que solo los niños pequeños conocen, esas que los mayores, y mucho menos las madres, no deberíamos escuchar jamás...

Supongamos que uno pregunta que porqué tu hermano ha repetido curso y tú, con tus 7 años, dices que no lo sabes... Es lógico que el otro piense que tu hermano es tonto, y aun más probable que lo diga. Tus siete años no saben que tu madre te oye decir que sí, que lo es...

Y justo ahí, en ese mismo instante a la madre se le parte el corazón porque cientos, miles, millones de conversaciones secretas estallan en su cabeza. Esa parte infinitesimal de cordura que aun te queda se enjuga las lágrimas y quiere dormir, suplicando que mañana sea otro día.

La parte inmensamente mayor de locura se cabrea con el mundo, contigo y con Dios... si es que existe. Alguien tiene que tener la culpa, YO HOY QUIERO QUE ALGUIEN TENGA LA CULPA.

sábado, 6 de agosto de 2011

Expoliando el patrimonio




 Me han dado un tironcillo de orejas por tener el blog tan olvidado, pero sirva la excusa del verano, tan socorrida ella.

Podría hablar hoy del momento anímico demoledor que estoy pasando, de los dolores internos y externos, de los baches del camino y de lo que es fundamental superar para encontrarnos una buena mañana en la plenitud zen. Y sin embargo no me apetece, por muy segura que esté de que me haría mucho bien.

Sí me apetece hablar de lo que hace días pasó en la playa delante de mis ojos, dos mil años de civilización humana en el transcurso de 30 minutos. Se desentrañaron ante mí el yin y el yang de la mentalidad del Homo sapiens de la manera más inesperada: 3 niños y 2 castillos de arena.

Uno de los castillos estaba allí cuando llegamos, dos fieros guardianes y su séquito de padres lo custodiaban sin que nadie osara  pasar a medio centímetro alrededor, bajo pena de mirada asesina. Otros niños (entre ellos mi hijo) deciden hacer otro, cerca, muy cerca... Buscan sus propias piedras y materiales, se afanan durante un buen rato en hacerlo mejor, tan enfrascados en lo suyo que cuando los pioneros se marchan (supuestamente a comer), el primer castillo queda a merced de las olas, los paseantes y, ahora sí, la segunda civilización de niños colonizadores de playas.

Primero un pequeño saltito furtivo al interior... "mmmm, me llevaré esta piedra". Luego, de dos en dos... finalmente trabajan en equipo para llevarse lo que encuentran a su paso. Caen murallas, desaparecen torreones, y las piedras y tesoros lucen ahora ostentosas, a escasos pasos, en la que ahora es cultura líder. Es el momento de entrar con los pies y manos, machacando cualquier atisbo de arquitectura previa. Resuenan las risas y los vítores. ¡La playa es nuestra!

La contemplación pasiva de este expolio infantil me trajo a la memoria cuando he paseado por Medina Azahara, Éfeso, Olimpia o Roma... Cuando me han contado que tales o cuales piedras, templos o ruinas sirvieron para construir otras civilizaciones, o que quedan más por descubrir pero que se hallan enterradas por otras que llegaron después.... Recordé la indignación que anidó en mí cuando supe que Carlos V se mandó contruir un palacio dentro de la Alhambra y me pareció el colmo de la estupidez humana.

El otro día en la playa caí en la cuenta que los nuevos colonizadores son como los niños pequeños: sin sentido de la propiedad privada, el respeto, ni el esfuerzo de quienes les preceden, por eso no se les puede juzgar, o al menos ahora resulta demasiado pueril por mi parte intentar comprenderlo desde el sillón de mi casa. Hay que estar en el sitio correcto, en el momento adecuado para darle el significado lógico a las cosas.

Ya lo dijo Julio César: Veni, vidi, vinci, en resumidas cuentas.