Y es que algo tienes, hijo mío, algo mucho más poderoso de lo que yo, parte implicada de tu persona, soy capaz de entender, sino no se explica que te quieran tanto. Me lo han dicho varias veces a lo largo de este curso, tu primer curso en el instituto, que tantos comecocos me trajo el año pasado. Has hecho amigos, has conquistado corazones, has abierto puertas y has crecido como persona. Pero también ha sido el año de empezar a plantearnos dejar estar cosas que alcanzan la cima, algo que tú concedes con naturalidad y que yo, más contaminada por los cánones establecidos, he digerido de peor forma...
Porque llevo tanto tiempo empujándote a HACER, que cuando te veo tirado en el sofá con la tele puesta sin que le hagas caso, mirando el móvil sin más prisa que la de ir al baño de vez en cuando, me da un vuelco el corazón y digo "ay, no, esto no puede ser, venga hay que organizar algo...", para ipso facto, pensar "¿y por qué no?, ¿acaso no es esto lo que hace cualquier adolescente de 15 años en su primer día de vacaciones?". Es tiempo de dejar el curso natural, sin forzar, sin imponer, sin peleas matutinas... es tiempo de normalizar, de descansar y de ver pasar tu vida desde los márgenes de la maternidad observadora.
Lo que pasa, querido hijo, es que no sé si voy a saber quitarme la lupa que busca las causas de todo, en esa especie de mirada escrutadora que analiza, sopesa y ejecuta, anticipando unas veces certera y otras no tanto, las posibilidades de que acabemos a cara de perro. Llevo tanto tiempo en "firmes" que no sé pasar al "descansen" y, sin embargo, voy a hacerlo. Son mis deberes de verano: dejarnos fluir.
Nos lo merecemos.