Desde muy chica he sentido el miedo a la pérdida. Se metía en mi cama conmigo y a veces, hipando, tenía que llamar a mi madre aterrada con la idea de perderla... a ella y a mi padre. No me imaginaba dolor más grande.
Hasta que yo misma fui madre y entonces empecé a sentir ese miedo atenazador a perder a mis hijos. Sin embargo, hay que procurar no pensarlo demasiado, porque entonces no fluye la vida, y al fin y al cabo eso es lo que nos lleva a traer hijos al mundo: dar vida, crear, en una suerte de arte que no se piensa, simplemente crece, casi espontáneamente...
Recientemente he descubierto un miedo casi peor que el anterior: el de irme yo.
Lo pienso mientras una parte del esófago se me ha fusionado con el colón, en lo que viene siendo un nudo corredero, a la luz de noticias espeluznantes que afectan a personas que conozco. Personas que compartían su espacio conmigo hace escasos días, personas que dejan atrás niños como mi Salva, desorientados preguntando quién arreglará la ventanilla del coche y cuándo vendrá su papá. Me imagino sin poder evitarlo quién les explicaría mi ausencia si yo me fuera. La vida giraría sin mí, se haría enorme y preciosa con ellos dentro, pero conmigo fuera. Y entonces nada tendría sentido porque aun tengo millones de cosas que hacer, que decir, que gritar...
Y es egoísmo, creanme. ¿Qué haría el mundo sin mí? Imagino que seguir girando sobre su propio eje, pero sin mí ya no habría conciencia de mundo y me daría lo mismo que se parara mañana, porque ya no estaría yo para frenarlo o hacerlo girar, o como diría mi amiga Marian, hacer que un parpadeo de mis pestañas provocara un tsunami en Australia...
No imagino un dolor más grande que ser arrebatada de sus vidas, porque al final sería como morir dos veces. Saberse finito debe ser eso a lo que llaman madurez.
Pues ya podría haberme sido revelado dentro de... no sé, ¿otros 40 años?
Hasta que yo misma fui madre y entonces empecé a sentir ese miedo atenazador a perder a mis hijos. Sin embargo, hay que procurar no pensarlo demasiado, porque entonces no fluye la vida, y al fin y al cabo eso es lo que nos lleva a traer hijos al mundo: dar vida, crear, en una suerte de arte que no se piensa, simplemente crece, casi espontáneamente...
Recientemente he descubierto un miedo casi peor que el anterior: el de irme yo.
Lo pienso mientras una parte del esófago se me ha fusionado con el colón, en lo que viene siendo un nudo corredero, a la luz de noticias espeluznantes que afectan a personas que conozco. Personas que compartían su espacio conmigo hace escasos días, personas que dejan atrás niños como mi Salva, desorientados preguntando quién arreglará la ventanilla del coche y cuándo vendrá su papá. Me imagino sin poder evitarlo quién les explicaría mi ausencia si yo me fuera. La vida giraría sin mí, se haría enorme y preciosa con ellos dentro, pero conmigo fuera. Y entonces nada tendría sentido porque aun tengo millones de cosas que hacer, que decir, que gritar...
Y es egoísmo, creanme. ¿Qué haría el mundo sin mí? Imagino que seguir girando sobre su propio eje, pero sin mí ya no habría conciencia de mundo y me daría lo mismo que se parara mañana, porque ya no estaría yo para frenarlo o hacerlo girar, o como diría mi amiga Marian, hacer que un parpadeo de mis pestañas provocara un tsunami en Australia...
No imagino un dolor más grande que ser arrebatada de sus vidas, porque al final sería como morir dos veces. Saberse finito debe ser eso a lo que llaman madurez.
Pues ya podría haberme sido revelado dentro de... no sé, ¿otros 40 años?
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