Hemos pasado un fin de semana (puente del día de Andalucía) en una casa rural con varias parejas amigas. Algunos, más que amigos, se me antojan parte de mi familia, por todo lo vivido, compartido y aprendido juntos. Y entre tanto adulto con ganas de evadirnos del mundanal ruido y los "estreses" diarios, más de media docena de chiquillos que, extrañamente, han hecho menos ruido que nosotros. De esos siete niños, cuatro de ellos son bebés de menos de un año. He disfrutado de cogerles, hacerles carantoñas, jugar con ellos, llevarles al cuadril, siempre con el alivio inmediato de saber que, en caso de no entendernos, sus mamás/papás andaban lo suficientemente cerca como para devolvérselos sin ningún sentimiento de pena por mi parte.
En medio de todo eso mi niño grande, ausente a ratos e inquisitivo otras... silencioso y elocuente al mismo tiempo, parece incongruente pero no se me ocurre mejor manera de explicarlo. Incluso cuando parece que le ignoro le observo, y me observo, para dentro... reflexionando sobre la madre que yo era cuando él mismo tenía esos escasos mesecitos, tiempo de chillidos de júbilo mezclados con protestas enérgicas porque quería comer/dormir/jugar... lo que fuera y que no se podía (aún) expresar con palabras. Y digo la madre que yo era, porque ya no soy del tipo de madre que son mis amigas, aun casi estrenando su maternidad, ya no mido el tiempo en avances lineales de mi bebé, porque sus avances han sido (y son) tan poco lineales que uso una vara de medir diferente sin dejar que ello haga mella más allá de una punzadita leve en el corazón cuando me veo reflejada en ellas. Las expectativas o la incertidumbre de cual será su primera palabra, saldrá su primer diente o a qué edad escribirá su nombre en un folio en blanco, se me antojan tan lejanas (unas porque ya ocurrieron y otras porque aun no se vislumbran cuando ocurrirán) que casi son ajenas a mi día a día.
Recuerdos de cuando yo era una madre primeriza que se metió involuntariamente en un camino inhóspito y que ya no sabe andar por los caminos de baldosas amarillas, esas que te llevan a la ciudad esmeralda donde al despertar todo vuelve a estar en el mismo sitio del que nunca debimos movernos. Y es que si pienso en ti siento que esta vida no es justa...
En medio de todo eso mi niño grande, ausente a ratos e inquisitivo otras... silencioso y elocuente al mismo tiempo, parece incongruente pero no se me ocurre mejor manera de explicarlo. Incluso cuando parece que le ignoro le observo, y me observo, para dentro... reflexionando sobre la madre que yo era cuando él mismo tenía esos escasos mesecitos, tiempo de chillidos de júbilo mezclados con protestas enérgicas porque quería comer/dormir/jugar... lo que fuera y que no se podía (aún) expresar con palabras. Y digo la madre que yo era, porque ya no soy del tipo de madre que son mis amigas, aun casi estrenando su maternidad, ya no mido el tiempo en avances lineales de mi bebé, porque sus avances han sido (y son) tan poco lineales que uso una vara de medir diferente sin dejar que ello haga mella más allá de una punzadita leve en el corazón cuando me veo reflejada en ellas. Las expectativas o la incertidumbre de cual será su primera palabra, saldrá su primer diente o a qué edad escribirá su nombre en un folio en blanco, se me antojan tan lejanas (unas porque ya ocurrieron y otras porque aun no se vislumbran cuando ocurrirán) que casi son ajenas a mi día a día.
Recuerdos de cuando yo era una madre primeriza que se metió involuntariamente en un camino inhóspito y que ya no sabe andar por los caminos de baldosas amarillas, esas que te llevan a la ciudad esmeralda donde al despertar todo vuelve a estar en el mismo sitio del que nunca debimos movernos. Y es que si pienso en ti siento que esta vida no es justa...
No lo es. En absoluto, la vida que te ha tocado vivir no es justa. Y nada de lo que una afortunada madre como yo te pueda decir sirve de nada, porque no puedo ni acercarme a sentir tu punzada en el corazón. Solo abrazarte, para darte un poquito de calor.
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